domingo, 26 de mayo de 2019

A Raimundo Cadalso



Después de la fiesta

Terrassa, mayo 2015

            Me lanzaste una mirada, de improviso, y las copas se cayeron de mis manos. No sé por qué me sentí como atrapada en falta, tal te estuviese siendo desleal de algún modo. Y sin embargo tus ojos no mostraban crítica ni reproche, sino la proximidad y ternura que acaso siempre me hubieses dispensado. Un vidrio se me hincó en el pie, descubierto, y la sangre empezó a brotar tímidamente. Tan culpable me sentía que, abrumada, ni me percaté del cristal clavado ni de la sangre que resbalaba. Papá salió de la cocina: “¿qué ha pasado?, ¿os habéis hecho daño?” Le miré sin poder balbucear palabra y cual sonámbula avancé para ir a buscar la escoba pisando los cristales. “Pero ¡hija!, ¡te vas a hacer daño!” Súbitamente le cambió el semblante: “¡si estás sangrando!... ¡Deja!, ¡no te muevas!, ya lo haré yo”.
            Me quedé inmóvil, como poseída por un encantamiento. Te miré y vi que sonreías contemplándome, “no es nada”, te dije. Y asentiste en silencio. Papá llegó con el yodo y las gasas, se arrodilló y sentí un pinchazo. Me mordí el labio. Y fue entonces cuando tus ojos se volvieron vidriosos y el diario se deslizó de tu falda.
            Me acerqué y delicadamente te tomé en mis brazos. Tu cuerpo, ya inerte, despedía el calor tibio de tu imposible abrazo tantas veces soñado; me sentí infinitamente afortunada de estar allí y de poder cerrar tus párpados… Papá lloraba mientras que Mamá y la Yaya se aproximaban desde el pasillo. No permití que nadie me separase de tu cuerpo al que solté poco a poco conforme tus venas se fueron estancando y tus músculos adquiriendo rigidez.
            Así, Abuelo, he imaginado tu muerte, en casa, con nosotros, durante una mediterránea madrugada de noviembre. Así la hubiese deseado.
 En memoria de los  demócratas fusilados en el Cementerio del Este, Madrid

Isabel Cadalso a su abuelo Raimundo Cadalso

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