martes, 7 de mayo de 2019

A Casto Martín


Querido abuelo Casto

He necesitado años hasta tener plena conciencia de que escribiste una carta de despedida antes de que te fusilasen; la encontró la abuela entre las ropas que le entregaron después de tu ejecución, entre las costuras de tu chaqueta. Esta carta no pudieron leerla tus dos hijos varones mayores hasta más tarde, pues entonces estaban con tus primos de Puertollano, aquellos primos que tú querías tanto y que, con el nuevo régimen, les redujeron a la servidumbre, por no decir a la esclavitud. Papá quería aprender el oficio de camarero porque estaba más que cansado de andar con las ovejas por la sierra y en lugar de ello, separaron a los dos hermanos y estuvieron cuidando cabras en la sierra de Alcudia. Los dos padecieron mucho, cada uno por su lado, sin tener noticias del otro, con escasa comida y, sufriendo de un clima desconocido para ellos hasta entonces. Papá enfermó del paludismo y estuvo al borde de la muerte. Es como para pensar que el primo que se lo llevó les aplicó la pena de la redención por el trabajo y los esclavizó hasta casi perecer.
Ninguno de los dos supo que su padre había muerto hasta más tarde y ello les sirvió para rebelarse; después de varios disgustos, volvieron a casa. El regreso no supuso mejor situación ya que las familias de los represaliados no tenían absolutamente ningún derecho, ni al trabajo ni a nada. Toda la familia vivió en la miseria hasta los años cincuenta en que los tiempos comenzaron a suavizarse un poquito.
Papá siempre contó que en la carta le nombrabas jefe de familia por ser el varón primogénito, y además le legaste tu reloj, que por cierto te costó años conseguir que se lo entregaran. Por suerte la abuela no te hizo caso y no vendió la casa porque de haberlo hecho, hubieran vivido literalmente en la calle. Aun así, en el pueblo intentaron muchas veces quitarle la casa pero después de todo, alguien quedó que supo reconocer tu ayuda durante la guerra y consiguió que no lo hicieran.
Sí abuelo, sé que tus compañeros y tú ayudasteis a muchas personas del pueblo: las antiguas autoridades, incluido el cura, y los terratenientes.
Conseguisteis esquivar las persecuciones de los anarquistas de Colmenar Viejo que constantemente intentaban llevárselos para ejecutarlos; incluso defendisteis y salvasteis la iglesia y las imágenes. Claro está que incautasteis los campos y las dehesas para cultivarlos y proveer de alimentos a todos, incluidos sus antiguos propietarios. Por esto nunca faltó comida allí durante la guerra. Nada de todo ello os sirvió después, pues esas mismas personas os denunciaron y os culparon de delitos que nunca habíais cometido.
Muchas veces me pregunto cómo fue tu encarcelamiento. Supongo que conocerías las mismas condiciones que la mayoría: el hacinamiento, la desnutrición, la falta de higiene, los malos tratos, quizá incluso las palizas y la tortura pues al fin y al cabo, eras culpable de rebeldía como decían los verdaderos rebeldes que se alzaron contra el gobierno legítimo de la República. A vosotros se os acusaba de ser rebeldes por no haberos unido a ellos, por mostraros fieles a la democracia, a la humanidad, a la igualdad, en lugar de aceptar la división social como ellos la entendían, sometiendo a los que trabajaban para ellos hasta la extenuación por un mísero salario.
La abuela nunca quiso hablar de los tiempos de la guerra, supongo que no quería rememorar todas el dolor y las experiencias trágicas que le tocó vivir y asimilar. De repente se encontró sola con sus seis hijos obligados a ganar una mísera comida desde la más tierna infancia. Y aún no sé qué atropellos personales vivieron ella y vuestra hija mayor que ya tenía dieciocho años cuando terminó la guerra. A las mujeres familiares de rojos se las humilló y maltrató constantemente para que no olvidaran que nada de los que oliera o recordara a “rojo” tenía derecho a la vida. A pesar de todo debemos sentirnos satisfechos puesto que tus hijos conservaron a su madre; otros niños, incluso de temprana edad quedaron completamente desamparados sin familia, sin hogar y sin posibilidad de comer o mantenerse.
Querido abuelo, me voy a despedir porque no quiero ponerme a llorar.
No solo por ti y nuestra familia, también por todas las familias que sufrieron tanto, principalmente después de la guerra, con esa “paz” que decía Franco que había traído a España.
Nunca te hemos olvidado y nunca te olvidaremos, como tampoco
olvidaremos a los que sufrieron la misma suerte que tú.

Elvira Martín a Casto Martín

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