Después de la fiesta
Terrassa, mayo 2015
Me
lanzaste una mirada, de improviso, y las copas se cayeron de mis manos. No sé
por qué me sentí como atrapada en falta, tal te estuviese siendo desleal de
algún modo. Y sin embargo tus ojos no mostraban crítica ni reproche, sino la
proximidad y ternura que acaso siempre me hubieses dispensado. Un vidrio se me
hincó en el pie, descubierto, y la sangre empezó a brotar tímidamente. Tan
culpable me sentía que, abrumada, ni me percaté del cristal clavado ni de la
sangre que resbalaba. Papá salió de la cocina: “¿qué ha pasado?, ¿os habéis
hecho daño?” Le miré sin poder balbucear palabra y cual sonámbula avancé para
ir a buscar la escoba pisando los cristales. “Pero ¡hija!, ¡te vas a hacer
daño!” Súbitamente le cambió el semblante: “¡si estás sangrando!... ¡Deja!, ¡no
te muevas!, ya lo haré yo”.
Me quedé
inmóvil, como poseída por un encantamiento. Te miré y vi que sonreías
contemplándome, “no es nada”, te dije. Y asentiste en silencio. Papá llegó con
el yodo y las gasas, se arrodilló y sentí un pinchazo. Me mordí el labio. Y fue
entonces cuando tus ojos se volvieron vidriosos y el diario se deslizó de tu
falda.
Me
acerqué y delicadamente te tomé en mis brazos. Tu cuerpo, ya inerte, despedía
el calor tibio de tu imposible abrazo tantas veces soñado; me sentí
infinitamente afortunada de estar allí y de poder cerrar tus párpados… Papá
lloraba mientras que Mamá y la Yaya se aproximaban desde el pasillo. No permití
que nadie me separase de tu cuerpo al que solté poco a poco conforme tus venas
se fueron estancando y tus músculos adquiriendo rigidez.
Así,
Abuelo, he imaginado tu muerte, en casa, con nosotros, durante una mediterránea
madrugada de noviembre. Así la hubiese deseado.
En memoria de los demócratas fusilados en el Cementerio del
Este, Madrid
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